Los cerros me saben a divino...



Hace como un año, con un par de amigos, fuimos al cerro San Cristóbal; Nos sentamos en una plazoleta; Nos quedamos ahí mirando la ciudad, desde lo alto, desde otra perspectiva, charlamos y bailamos, como seres de una tribu donde el baile ancestral es la salsa.

Tengo ganas de sentarme ahí, mirar la urbe, vegetar, oír música o el silencio, mientras la perspectiva me cambia, mientras logro ver más que siendo parte de esta metrópoli. Creo que quiero paz, un instante de meditación en la naturaleza, en lo verde, en la altura, en lo panorámico, para ver si la madre tierra me entrega fuerzas y el universo paz.

Pero me asusta ir sola al cerro, sentarme en la tranquilidad y meditar; Por la realidad, por los asaltos, por el peligro.

Los cerros me saben a divino, como si desde las alturas se estuviera más cerca de Dios, del universo y la inmensidad fuera más perceptible.

Sospecho, que en alguna vida anterior, fui alguna especie de monje tibetano; Por mi adicción a las oraciones; Aquella constante necesidad de mi alma de una vida espiritual, que me ha obligado intentar ser cristiana sin mayor éxito; El apego al invierno, a la sensación de vitalidad cuando el frío cala mis huesos; Por el amor al cerro, a las alturas de la tierra; A lo que parece desértico, al silencio, a la quietud, a la vista panorámica; Por ese singular respeto a lo vivo, que sin una lógica muy grande me ha obligado a no comer carne.

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