Hace unos días murió una tía, en realidad no tenía una
relación cercana con ella, pero cuando fui al funeral me acordé de cuando era “chica”
y la íbamos a visitar seguido, ella era bastante amable, su casa siempre estaba
llena, siempre había alguien que la iba a visitar; y acogió a varios niños en
su casa, que a la hora de sepultarla la despidieron como a una madre. Lloré,
con algo de resistencia, lloré, no porque fuera a extrañar a esa mujer
valerosa, sino porque se notaba que dejaba un hueco enorme en sus familiares sanguíneos
cercanos y en los familiares adoptados. Lloré porque me acordé y añoré los
almuerzos de los domingos en su casa, en donde primero almorzaban los niños y comíamos
cazuela de pollo con cilantro picado por encima, me gustaba la comida de esa
mujer grande, sus manos “gorditas” con anillos que mostraban que era una mujer
de trabajo, ella el pilar de esa familia medio alocada. Supongo que mi tía tuvo
defectos, quién no, pero es difícil
pensar en ellos, porque ahora lo que prima es su calidez, esa que entregaba a través
del trato amable, del cariño otorgado, de la acción de acoger y la comida rica.
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